Bizkaia maite
13, octubre 2003
El mundial de ciclismo nos ha regalado a los vizcainos momentos dulces que en otros deportes nos son esquivos. Este largo fin de semana en Hamilton ha hecho que el sillón extrañe mis posaderas ya que he visto los últimos kilómetros tanto de Joane Somarriba como de Igor Astarloa de pie, dando botes y voces y viendo el gesto alucinado de mi hijo creyendo que su padre estaba como una cabra. Sentí una inmensa alegría por Joane, una excepcional chavala a la que he tendo el gusto de entrevistar en profundidad, y sé de lo mucho que ha sufrido y ha currado en esto del ciclismo. Pocas veces un maillot arco iris ha ido a parar a alguién con tanto merecimiento como la ciclista de Sopelana.
Ayer, mientras el Dios de las Tormentas desataba su furia sobre Pamplona y el frontón de Lekunberri, el benigno otoño canadiense se colaba en nuestros televisores, los ciclistas se mareaban dando vueltas a un circuito que las ocres hojas de arce lo hacían muy peligroso. En eso andábamos cuando en la última vuelta saltaron los buenos, los clasicómanos, y allí estaba Igor Astarloa junto a Bettini, Booger, Van Petegan, Hamburger y Camenzind, dos campeones del mundo y varios ganadores de clásicas como la París Rubaix o el Tour de Flandes, esas clásicas que Igor junto a su paisano Pedro Horrillo soñaba ganar cuando entrenaban siendo juveniles por las cuestas de su Ermua natal.
Los escapados, con el pelotón enfurecido en busca de ellos, se miraban unos a otros, sin fiarse. Hasta que al inicio del último repecho saltó Astarloa jugándose el todo por el todo. Si le pillaban antes de llegar a lo alto, sus ilusiones se desparramarían por los suelos como le había sucedido en una curva tres vueltas antes, sin embargo pasó con tiempo suficiente en la cima. Desde allí, con Hamilton a sus pies, se lanzó en pos de la gloria exprimiendo sus últimos gramos de fuerza hasta llegar a meta. ¡Ay ama! Fueron tres kilómetros interminables en territorio iroqués donde este muchacho, que tuvo que exliarse a Italia para triunfar, puso a todo España en vilo y en pie. Al final, pleno de satisfacción cruzó la meta santiguándose en estéro. Por detrás llegó con la plata Valverde, confirmando ser el ciclista revelación de la temporada. Luego afluyeron esas contagiosas lágrimas en el podium, que fueron a dar al lago Ontario que impasible vió como el espíritu de Ermua se desbordaba hasta las cataratas del Niágara. Bizkaia maite.
El mundial de ciclismo nos ha regalado a los vizcainos momentos dulces que en otros deportes nos son esquivos. Este largo fin de semana en Hamilton ha hecho que el sillón extrañe mis posaderas ya que he visto los últimos kilómetros tanto de Joane Somarriba como de Igor Astarloa de pie, dando botes y voces y viendo el gesto alucinado de mi hijo creyendo que su padre estaba como una cabra. Sentí una inmensa alegría por Joane, una excepcional chavala a la que he tendo el gusto de entrevistar en profundidad, y sé de lo mucho que ha sufrido y ha currado en esto del ciclismo. Pocas veces un maillot arco iris ha ido a parar a alguién con tanto merecimiento como la ciclista de Sopelana.
Ayer, mientras el Dios de las Tormentas desataba su furia sobre Pamplona y el frontón de Lekunberri, el benigno otoño canadiense se colaba en nuestros televisores, los ciclistas se mareaban dando vueltas a un circuito que las ocres hojas de arce lo hacían muy peligroso. En eso andábamos cuando en la última vuelta saltaron los buenos, los clasicómanos, y allí estaba Igor Astarloa junto a Bettini, Booger, Van Petegan, Hamburger y Camenzind, dos campeones del mundo y varios ganadores de clásicas como la París Rubaix o el Tour de Flandes, esas clásicas que Igor junto a su paisano Pedro Horrillo soñaba ganar cuando entrenaban siendo juveniles por las cuestas de su Ermua natal.
Los escapados, con el pelotón enfurecido en busca de ellos, se miraban unos a otros, sin fiarse. Hasta que al inicio del último repecho saltó Astarloa jugándose el todo por el todo. Si le pillaban antes de llegar a lo alto, sus ilusiones se desparramarían por los suelos como le había sucedido en una curva tres vueltas antes, sin embargo pasó con tiempo suficiente en la cima. Desde allí, con Hamilton a sus pies, se lanzó en pos de la gloria exprimiendo sus últimos gramos de fuerza hasta llegar a meta. ¡Ay ama! Fueron tres kilómetros interminables en territorio iroqués donde este muchacho, que tuvo que exliarse a Italia para triunfar, puso a todo España en vilo y en pie. Al final, pleno de satisfacción cruzó la meta santiguándose en estéro. Por detrás llegó con la plata Valverde, confirmando ser el ciclista revelación de la temporada. Luego afluyeron esas contagiosas lágrimas en el podium, que fueron a dar al lago Ontario que impasible vió como el espíritu de Ermua se desbordaba hasta las cataratas del Niágara. Bizkaia maite.
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